Otra traducción realizada por una compañera de este seminario, Graciela Terzaghi. Muchas gracias por el aporte.
El morubixaba se había entregado al descanso otorgado a los ancianos. Su mujer se ocupaba de la cocina, limpiaba el pescado acomodaba los cacharros, acondicionaba la carne cazada para reservarla y que no faltase el alimento en los días malos de lluvia o de sequia prolongada.
Su hija, de carácter tranquilo, llevaba la existencia simple, de las jóvenes de la tribu. Por la mañana y por la tarde nadaba en el riacho, bajo las ramas inclinadas de los arbustos. A su vuelta, traía frutas y flores, a veces, también una calabaza llena de miel recogida de los huecos de algún tronco.
En su casa, tomaba fibras de tucum, las hilaba y con una aguja hecha de taquara, tejía redes para pescar. Cuidaba del arara (guacamayo), colmándolo de alimentos blandos y coquitos verdes. Confeccionaba bellas redes de repouso (hamacas), vistosas vinchas con plumas para los jóvenes de su aldea y cuando realmente no tenía nada que hacer, repetía canciones de guerra o de amor que le habían traspasado sus ancestros.
Nada más simple ni más puro. No obstante, de un día para otro se vió encinta. Corrió a darle la noticia a su padre, el viejo morubixaba. Éste no aceptó en absoluto la historia que la pobre muchacha le contó, con lágrimas en sus grandes ojos negros, dulces como jabuticabas. El viejo nativo se sintió engañado y por todos los medios que tuvo a su alcance, trató de investigar quién era el padre de su futuro nieto, sin conseguirlo.
Cuando llegó el día del parto, en un ambiente pesado, apareció un hombre blanco, de aquellos que por su austeridad y actitudes, imponían de entrada confianza. Buscó al viejo jefe y le aseguró que realmente, su hija fue madre en pleno estado de virginidad. Consecuentemente, la joven indígena y su hijita llenaron la choza de alegría.
El tiempo transcurrió, y al cabo de un año, sin mediar ninguna enfermedad, la pequeña Mani (bebé) cerró los ojitos negros y murió, siendo enterrada en las proximidades de la choza donde vivía con su madre y sus abuelos. Siguiendo las costumbres de la tribu, su sepultura fue regada todas las mañanas.
Cierto día, para sorpresa de todos, brotó en ese mismo lugar una planta muy bonita a la que la madre, nostálgica de su pequeña Mani, le dio el nombre de maniva. Desarrolló raíces gruesas de jugo lechoso. De ella, los nativos comenzaron a extraer el cauim, una bebida fermentada que antes fabricaban con otros elementos y también, la harina.
La aldea comenzó a llamar esa planta como mandioca, en cuyo sonido se encuentra “Mani”, el nombre de la niñita muerta, e “oca”, en referencia a la choza del indígena, donde de la maniveir son aprovechadas tanto sus hojas y sus raíces, como símbolo de alegría y de abundancia.
Nota: la mandioca también es conocida con los nombres de aipim y de macaxeira.-