jueves, 11 de marzo de 2010

Textos de la revista Taller Literario 2009

Estos son algunos trabajos de algunas personas, algunas muestras de algunos períodos del Taller Literario de la Municipalidad de Paraná. Algunos han demostrado la evolución de su propia escritura, otros, un poco más tímidos, se han resguardado en el anonimato del pseudónimo. Pero de todos modos cada uno se animó a enfrentarse a sus propias letras, al temor del papel en blanco y ahora se aprontan a enfrentarse al nuevo abismo que es usted: el lector.

Gracias por ser parte de este trabajo artístico del 2009. Gracias a los talleristas que permanecieron todo el año y gracias también a aquellos que venían a escribir cuando los tiempos de sus propias vidas se lo dejaban.

El año ya se nos escurre entre las manos pero ya tenemos las estilográficas preparadas para llenar de imágenes las páginas del 2010.

Prof. Fernando Kosiak


Ejercicios de escritura colectiva

Renga

El renga es un tipo de escritura japonesa que consiste en el encadenamiento en torno a una temática propuesta por el primer escribiente de tankas (poesías de dos estrofas: la primera de tres versos, de 5-7-5 sílabas; la segunda de dos: 7-7). Este tipo de poesía siempre se relacionaba con las personas, la naturaleza y sus derivados.

La señorita

pasea con su perro

por el callejón.

Mira con tranquilidad

el mercado cercano.

(Fernando)

Su mirada se

detiene sobre algo que

observó mientras

se acercaba al lugar

y ansiosa camina.

(Darío)

En el mercado

comprará rojos tomates

qué caros están

mejor hoy cocinará

unas ricas remolachas.

(Sandra)

La fruta fresca

distrae su rutina

y se acerca

pide bananas verdes

y se va sonriendo.

(Karime)

No piensa en nada

tararea canciones

eligió manzanas.

Su cabello ondulado

sus adornos de plata.

(Sebastián)


Cadáver exquisito

Éste es un modo de escritura de los surrealistas que, en las noches de diversión y camaradería, crearon este tipo de poesía, en la cual cada persona escribía una línea y doblaba el papel. Se lo pasaba a otra persona que agregaba una segunda línea y así sucesivamente. Cuando todos terminaron de realizar sus aportes leían la poesía, que, obviamente, lindaba con el delirio.

Agua que brota de mis poros y no es sudor.

Santa los explotaba y ya cansados los duendes hicieron huelga.

Lo que mata es la cadencia, vieja sentencia, jugando a ser dioses damos

Y empezó a llover, y la gente corría de aquí para allá

Las personas caminan por las calles sin interesarse en nada.

Y todas estas cosas pasan porque la gente está muy loca.

Un gato gris y sucio y desgraciado al lado de una mujer gorda y abandonada, no vieja pero avejentada.

Los faraones ya no comparten sus esclavos.


Sandra Motta


Regresiones de los miércoles

Como cada tarde de miércoles al caer el sol, los muertos emprendían el camino al pueblo.

Los vecinos ya recluidos en sus casas, aguardaban atentos la llegada.

Uno a uno en prolija fila iría tomando su lugar.

Volvían para efectuar los asuntos pendientes que le habían quedado en este mundo.

Al viejo Felipe, más flaco ahora que de costumbre, lo veían entrar al club a paso lento. Ya en la cancha de bochas, ejecutaba la jugada final, esa que quedó inconclusa cuando le reventó el corazón.

Alfredo, el soltero empedernido y holgazán, regresaba cada tarde religiosamente a la casa de su madre, la que había olvidado en sus tiempos mozos.

Catalina, la costurera del barrio, tomaba posición en su antigua y desgastada máquina a pedal y allí pasaba horas trabajando en aquel vestido encargado por la hija del coronel. A su lado en un lamento constante, su marido de rodillas le pedía perdón por haberla asesinado.

La hija del lechero, enfundada en una blanca túnica, con la cual había sido sepultada, caminaba hacia la iglesia. Muy tiesa en el altar, quedaba esperando a su futuro esposo que nunca llegaría. Rodeándole el cuello, pendía la soga con la que aquel día frustrada se suicidó.

Pedro, arrastrando una pesada cadena a sus tobillos, regresaba a cada casa y devolvía prolijamente los elementos que había sustraído a sus dueños.

A la medianoche, cada errante volvía a su tumba y el pueblo todo retomaba su vida habitual, como si nada hubiese ocurrido.

El silencio gritaba en el lugar. Nadie emitía opinión.

Todos lo tenían muy claro, todos lo sabían.

Tal vez, el próximo miércoles al atardecer, alguno de ellos pasaría a engrosar las filas de los muertos que regresaban.


Desilusiones al corazón

Siempre la había observado. A cada centímetro de su vida, lo reconocía como si él mismo lo hubiese vivido.

Sabía de sus cóleras y alegrías. De los lunes de piano y de los martes de yoga.

Siempre estuvo ahí, casi a su lado, sin que ella lo notara.

La miraba cada día como si fuera la primera vez que su figura se presentara ante sus ojos y siempre encontraba algo nuevo que la volvía cada vez más interesante.

Ella nunca se percató de su presencia. Sólo un día lo miró y no fue de la mejor manera.

Él se encargó de recordarla diariamente, escribiendo cientos de cartas que nunca fueron entregadas. Cartas de amor, largas e interminables. Escribía para desahogar sus penas de este amor que no le correspondía.

Pero aquella mañana, después de una larga madrugada de insomnio, tomó sus cartas, cada una de ellas, cuidadosamente, y salió decidido. Ya no podía seguir así, con ese karma que lo iba a acabar enloqueciendo.

Caminaba como en el aire, hablando quién sabe qué cosas. Tal vez pensando el modo de estar ahí, delante de ella, como siempre lo había soñado.

Siguió caminando, pero ya casi corría. Lo vieron entrar al bar, pero nadie notó cómo estaba. Esperó impaciente. Cuando el reloj marcó la una, saltó de su silla y decidido cruzó la calle.

Ahí estaba, como toda la vida. Esplendorosa a sus ojos. La siguió sigilosamente, deseándola como nunca, tocándola sin tocarla, ardiendo en sus venas.

Ahí estaba, a su alcance.

Pero no cayó en la cuenta de que el tiempo, su tiempo, había transcurrido y no eran sus labios los que acariciaban los de ella. Allí quedó, paralizado, como anclado en la vereda. Sin mediar nada ella estaba ahí, sí, pero con otro.

De un golpe su vida se derrumbó y corrió, corrió como nunca, deseando estar en un sueño. Y en un segundo decidió que si no lo era, sería un sueño igual. Entonces subió y subió hasta lo más alto de un edificio corroído por el tiempo. Y cuando estuvo allí se abrazó fuerte a sus cartas nunca enviadas y decidió volar, porque como tierra yerma había quedado su corazón.


Conversiones

Saltaba en el maizal procurando el banquete más suculento.

Sus saltos, casi ornamentales, se distinguían a lo lejos en el campo.

Algunas veces esperaba la noche y salía en busca de desprevenidas víctimas. Allí se quedaba, inmóvil ante su presa, esperando el justo momento de actuar. Cuando ya la tenía, la tomaba entre sus pequeñas garras y con una paciencia inigualable, la descuartizaba lentamente de manera morbosa, saboreándose con su lengua bífida. Sobre la sangre derramada se revolcaba como queriéndose impregnar del olor de la misma. Ya teñido su cuerpo del espeso líquido rojo, avanzaba desbocada por el monte, sin un rumbo definido, tambaleándose a cada paso.

En unos instantes comenzaría la metamorfosis.

Cayendo pesadamente sobre el abundante césped mojado, quedaría mirando la nada y sus garras se irían transformando en gruesas alas para luego, en la oscuridad de la fría noche, echarse a volar.


Elina Zapata


De religión y otros tantos

Monja corriendo por el prado contenta por librarse de todos sus pesares y poder confesarle su amor al monaguillo.

Un jovencito arribando a una gran ciudad, lleno de expectativas

Auto con rueda pinchada.

Nieve y una persona muerta apuñalada en la calle.

Viejo sentado en la puerta de una vieja casona, observando como juega su perro con unos pájaros.

Chicas corriendo porque acaban de robar una licorería.

Mujer mayor bailando con su perro en su viejo apartamento, sostiene muy fuerte sus patas, el perro se queja un poco.

Un pie con un hermoso zapato se asoma de un auto, luego un vestido y nada mas.

Se me cayeron las llaves en una canaleta, trato de sacarla con una rama.

Un niño de color sentado debajo de un árbol observando el atardecer.

Ratón recorre la casa de unos enanos cuando ellos están en casa.

Nada, todo oscuro.

El sol se asoma por las montañas.

Agua cae de una cascada y golpea a un oso en la cabeza.

Escuela católica, niños ingresan en ella, con uniformes de color azul y verde, uno se tropieza pero todos siguen marchando.


Mariel González


Rutina

Como cada día, de martes a viernes, a las seis, salto de la cama. Corro a la cocina, Antonio ya me alcanza el primer mate y me tomo la “levo” sin respirar. Un minuto más y me hacía pis.

Me lavo la cara, me cepillo los dientes, me aplico el resto que me queda de “antiage”, trato de acomodarme el pelo, que la almohada se encargó de desacomodar, me cambio a mil, tomo dos o tres mates más. En medio de esta carrera entre el baño y mi dormitorio despierto a Julián y voy preparando su desayuno junto con el café con un chorrito de leche que hago para mí. Entre sorbo y sorbo me maquillo un poco. ¡Qué horror usar pinturas en horas tan tempranas! Peor sería ir con esta cara. Empiezo a meter cosas en la cartera, no queda ni un rinconcito libre.

Antonio tiene el auto en marcha y afuera desde hace un rato. Se está fumando el quinto puchito de la mañana, mientras mira esperando impaciente verme aparecer.

En siete minutos hacemos los seis kilómetros que nos separan de su oficina ¡un día de estos va a batir su propio record! Cuando se baja del auto, me cambio de asiento, lo acomodo a la distancia que necesitan mis piernas, busco en la radio el dial donde escucho “mi” programa preferido y enciendo mi primer cigarrillo, despacio comienzo a transitar el camino hacia mi trabajo.

De pronto escucho: ¡Buongiorno principessa! ¡Che bella stai questa matina! Ascolta, questa canzone è per te… Ho capito che ti amo.


Dame fuego

Tirada en la arena, sobre mi esterilla rota y desflecada, intentaba que: la ropa, los cigarrillos, el libro, el protector y el resto de cosas innecesarias que sistemáticamente transporto a la playa, no quedaran sobre la arena. Noto desquiciada que perdí el encendedor. Intento concentrarme en la lectura, sin lograrlo. Comienzo a untarme sobre el pegote que el aire marino me dejó en la piel, una capa de ese protector nuevo, que usaré como todos, una sola vez.

Trato de limpiarme las manos con la toalla, como no obtengo resultados, corro a la orilla a intentar con el agua. Al no conseguir mi objetivo, vuelvo a mi sitio furiosa… hasta que al pasar rozando una sombrilla, noto una bracita que devuelve mi alma al cuerpo. Al tiempo que una estela de picante y dulce fragancia acaricia mi nariz. Al bajar la vista, se estrellan nuestras anochecidas miradas. Y en el comienzo de una seductora sonrisa, descubro alelada a mi ídolo de tantos años atrás.

Con esas manos que hablan tanto como su voz, me ofrece como en el paraíso la manzana: un cigarrillo encendido y comienza a cantar.


Niña y río

Esta heredad de arroyos y colinas

goza la dicha unánime del agua.

G. Benavento

Hasta donde alcanza mi memoria

mi existencia estuvo ligada al río.

Esa mágica primera infancia

abrumada de afectos.

Un río claro, manso, limpio

anfitrión perfecto

de aquellas tardes de verano.

Aquella playa pequeña, finita

que en mi memoria no tiene horizonte.

Las piedras y la arena

trazando una alfombra irregular

que placía caminar, reconociéndola

con los pies desnudos.

Cuando el sol abandonaba la tarde,

el manto húmedo

sedaba mi piel ardiente.

Sólo tengo que cerrar los ojos

y aspirar bocanadas de aire costero,

para disfrutar

la melodía que arrulla

el vaivén del río,

meciendo en esa cuna acuosa

la fugacidad nostálgica de

mi amada infancia.


Darío Velázquez


En esta lluvia que no para de mojarme,

caen las lágrimas que quedaron pendientes

en mis ojos con su adiós.

Por su encierro cotidiano,

jamás se asomó por la ventana

para ver algo diferente.


Victoria Rossi


El extraño de la familia

Desde su nacimiento, una noche fría del noventa, parecía estar dominado por una inquietud constante. Su letargo sorprendía y más de uno se acercaba a sacudirlo para verificar su respiración. Antes del año no podía mantenerse sentado y reptaba por toda la casa, arrastrándose en silencio entre los muebles. En su cara rígida predominaban unos ojos casi siempre abiertos de mirada turbia.

Y así transcurrían las horas fúnebres, dónde sólo se oía el roce repulsivo entre las sillas.

Al llegar el día, atravesando las ventanas sin piedad, el extraño de la familia empezaba a emitir unos chillidos agudos estremecido por el terror. La habitación iluminada se volvía contra él y comenzaba un culebreo descarnado azotándose entre las patas de la mesa, del modular, de cada trasto hasta pegarse a las paredes intentando llegar a algún rincón oscuro.

Una mañana, la luz fue más intensa y transparente. Cuando lo llamaron, no pudieron encontrarlo. En el aire flotaba un aroma rancio y las paredes estaban cubiertas de una mancha nueva, de origen incierto.


Jeremias David Burbotte


En la madrugada

Jirones de horas,

pisadas engarzadas

al cuerpo,

caminan;

bostezos moribundos

que repelen el aliento

madrugado,

caminan;

pechos que se inflan del

humo de las jornadas,

espaldas lasceradas por látigos

citadinos;

y cuellos erguidos de

dignidad

sobreviviendo

al hacha de la exigencia,

ante el verdugo de la

necesidad,

caminan;

desde mí, viéndolos

con la inquietud

en los dedos,

tartamudeé

una conciencia en el escrito:

¡como si yo fuera la insipidez

de su lengua anhelante,

el mismo restregar de sus ojos!

¡El infame puño cerrado del que

camina a lo inasible!


Facundo sonrió

Voto en blanco, ya fue…Total…, no, sí, ya fue…

Su dejo de burla perturbó un tanto a su madre. Se dejó caer en una silla, desparramando su cuerpo a gusto. La madre se restregó los ojos.

—Realmente…

Un reducido living resaltaba en un rincón a un eminente hombre que presenciaba la escena; vislumbraba éste una preocupación en su rostro. Había murmurado palabras ininteligibles hasta entonces. Se irguió ante el joven, con la severidad frunciendo su frente.

—¡Pordiosero del placer! ¿Cómo desistes de tu deber? ¡Es..! ¡Esto es inaceptable! ¡Cuántos racimos estériles en las viñas de la juventud! ¡Facundo! ¿Cómo osas desligarte de tu ciudadanía?— reprendió, rojo el semblante, brillante la calva.

—Domingo, por favor, no exageres. Ya está. Facundo irá, irá…de algún modo, pero irá.

El joven reía.

—¡Habrá que ver! ¡Matilde, mi razón se vacía en esta hormona! ¡Pierde sentido!

—No te culpes, Domi…No es tu culpa, ya vas a…

—¡Cómo no voy a inculparme, mujer! ¡Por amor al indio! ¡Cómo no voy a culparme! En este joven florece el desierto… ¿qué campaña podré emprender contra él? ¿O acaso no es un honor ser un mosaico en los senderos de la civilización?

—Otro día…ya fue… ¿Qué problema hay?— repuso el joven, levantándose y desperezándose con un prolongado bostezo— E’ que tengo que reunirme…

La corbata se anudó entre el cuello y la finura de la camisa; la irritación agitaba el pecho.

—Rebeldía, rebeldía… ¿por qué no escuchas a tu madre, tú, harapo de la ignorancia?

—Pero, Fausti…

—¡Categórico! ¿Qué es más importante que las urnas? ¡Responde!

Visiblemente intimidado, el joven retrocede unos pasos. Vacila.

—Yo pensaba noma’ en reunirme con amigos en la esquina. O sea…como siempre…vite’ como e’ esto…

La madre tornó a negar con la cabeza. La formalidad se abrió paso en el silencio:

—¡Por amor a la barbarie! ¿La esquina? ¡Facundo! ¡Tu nombre debe estar grabado en las calles! Lo salvaje es ser hablado. Lo ciudadano, lo ciudadano, Facundo, escúchame, ¡escúchame!, es hablar. Hablar, acuérdate: hablar. Es básico, básico…Facundo, por favor…

—Bueno…

—¿Vas a votar? ¡Decílo! ¿Cuándo pondrás orden a tu progreso?

—Bueno, voto, ¿contento? Si quere’ vo’ y voto, y ya está, y me dejá de joder. ¿Cuándo e’?

—El domingo.

—¿Ves, Domingo? Te dije que de algún modo Facu recapacitaría.

—¿Me acompañarás?

—Por supuesto. Por supuesto, Facundo. Quédate tranquilo. Ahí comprenderás lo que es el saber.

—Si, ya sé…Ma’ vale. Vo’ la tene’ re clara. Ya sé…

—Ahora bien, joven, confiésame, ¿leerás? ¿Leerás algo al menos?

—Si, quería leer… a ver, no, no me acuerdo el autor…este…

—¡Bueno, parece que el parral recupera su lozanía! ¿Y qué leerás? ¿Tal vez un Cervantes, un Spinoza, un Pascal? O no, mejor… ¿Tal vez un Homero, un Calderón? ¿O Goethe? ¿O el genial Rousseau?

—Si, en realida’…, estaba viendo el otro día… un artículo sobre…

—No, espera, espera. Adivino. Soy profeta por excelencia. A ver… ¿Píndaro? ¿Moreno?— intentó con entusiasmo el Saber.

—No…en realida’…preferiría…este…Bakunin...no sé si lo conoces…el anarquista, digo….¿Lo conocés?

Crispándose el rostro iba, cuando un atragantado balbuceo expectoró las ansias contenidas.

—¡Qué el indio me salve! ¡Desgracia de mi pueblo! ¡Desgracia de mis oídos!...


El Humanista

Había un extenso camino de broza por delante. Ciertos hogares precarios se asentaban a sus costados, descendiendo con él en las inmediaciones de la costa. Se esparcía el polvo, y como una nube baja, revolvía las gotas de la tierra. El camino se abría paso entre la maleza y el follaje, serpenteando en los tupidos lapachos y algunos fresnos, llorosos en la llovizna. Conducía a las múltiples huellas de los carros andantes en los márgenes del río. Río que recibía el desgaste de las barrancas que lo circundaban, donde había olas que se perseguían a sí mismas y figuras solitarias arrojando el anzuelo en la quietud.

Me escabullo entre la vegetación. Junto un poco de barro; siento el pecho vibrar.

En su conjunto el lugar era un descenso; el camino era una alabanza arrodillada al templo del río, donde el pescador, su sumo sacerdote, bebía de su sangre, de su propio cuerpo.

Las gentes se apiñaban ante las aguas, chapoteando en el barro y en la tripa; perros junto al almuerzo, y yerba desparramada. Los huertos del pequeño pueblo estaban copiosos en enredaderas.

Estaba ahí. Inmerso. La arena se pegaba en el sudor de mis pies; y el olor de las escamas revueltas se introducía en mis pulmones, y la nausea se confundía con la mansedumbre de las cosas; y sensaciones que penetraban el pecho, y la profusión, la multiplicidad. Y humo, humo apagado por cenizas húmedas que parecían el origen mismo del gris del cielo.

Siguió un breve silencio. Voces aisladas.

De algún modo, no había un estar afuera. Entre los entes, no hay refugio. Era estar hundido, fragmentado. Y una miríada de resabios propios que se desperdigara sin objeto, y que cada uno se hundiera, disperso, en la superficie de las arenas y las aristas.

Me froté la mejilla. Estaba incómodo. Tal vez tan incómodo como en lo urbano. Lo urbano era lo ajeno. Era lo extraño y, sin embargo, lo frecuente.

Tumbo mi cuerpo sobre un tronco, y reclino mi cabeza en él; paso el barro por mis mejillas, ensucio mi frente; barrunto el cuello, los párpados cerrados. Y mi rostro, alfarería de mis dedos, toma la forma de mis sensaciones; marcas impresas de mis pulgares.

Las ansias del hornero trinaban de júbilo. Como alfarero alado, aguardaba el cese de la precipitación. Era un habitante, ciertamente, como cualquier lugareño de este pasaje fluvial, de los aires y los suelos; su pulmón respiraba barro, y el barro osificaba el hogar de su vuelo.

Me siento en la arena húmeda. Hay olor fétido, desperdicios.

¿Y qué era esa sensación que pugnaba por salirse, por la exterioridad? ¿Qué eran esas barrancas sino un alba verde que bajaba de la noche próxima, hacia las llanuras de la corriente? Oprimo unas hojas entre mis dedos, machacando sus fibras, su savia. ¿Qué eran esos jacarandaes sino sábanas donde la nocturnidad, embriagada, reposaba en los sueños de las copas? ¿Qué eran sino vino para las alturas? Aprieto el puño, fuertemente.

Caen las estrellas, al fin. Continúa lloviendo. “Aquí”, me digo. Descubro en mis manos los restos divisos de la hoja. Los botes se bambolean en la playa, inertes. Me restriego los ojos, y asciendo camino arriba. El cielo se despejaría en la ciudad.


Pseudónimo: ÁRBOL

El capitán Von Trapp… tanta moral…… tan correcto él.

Yo caigo rendida a sus pies;

rendida de cansancio.

Los niños, los suyos los míos, son casi miles… tantos en mi

cerebro;.. asoman la cabeza tras la compu.

El mayor saca el auto, veladamente introduce éxtasis y un arma

debajo del asiento de su novia.

Tan correcto, ÉL, tan prolijo… El capitán Von Trapp…

Y yo anhelando la campiña verde y la ovejita.

Y su mirada dulce y protectora.

Sumergida pensé

Von Trapp, tan comprensivo y tan poco machista, siempre me

asombra su amplitud…

Me deja… el manejo de la empresa. El manejo de la casa. El

manejo de los chicos.

Que confianza me tiene. Tanta que ni siquiera está aquí.

Tiene tantos asuntos de “Estado” en que ocuparse…

Que contenta estoy hoy, me tocó un poquito la teta, ni siquiera

alcancé a decir, ¡Que bueno! ¡Ese sexapil me mata! Ya tengo para

toda la semana.

Yo feliz con las ovejitas en el campo de mi cabeza, girando sobre mi

eje.

Con mí ocuparme de Todo para que el capitán Von Trapp encuentre

todo bien hecho!. Como “Él” se lo merece.


Fernando Kosiak


Mujer de pueblo

cada fibra

será alimento

sustento

de los gusanos

mineros de mi cuerpo

vendrán los gusanos diminutos

que se pelearán

por roer

vendrán gusanos

que me devorarán

de un solo bocado.

(…) infinitos gusanos hambrientos,

devorando anónimamente

cada una de mis vísceras.

Ernesto Sábato